Probablemente este no sea el mejor cuento de Navidad
que se haya escrito. Y lo más seguro que no sea considerado como tal, pero la
necesidad de escribir sobre un pensamiento que me ronda desde el comienzo de estas
fiestas, es superior a mis fuerzas.
Cuando era pequeña, deseaba la llegada de las
Navidades como cualquier niño: no tenía clases y sobre todo tenía la ilusión y las
ganas de que llegaran esos días para ver y compartir con la familia esas fechas
tan especiales. Por desgracia, el tiempo y las diferencias familiares hicieron
que el número de personas que participaban en la mesa se redujera a 4 y es
curioso ya que, a pesar de esos problemas, siempre había una llamada de
teléfono, que al menos indicaba que los ausentes sí se acordaban de nosotros. A
día de hoy, esas llamadas de teléfono no se realizan ya que la persona que nos
unía, se fue. Eso, junto con la soberbia
y la ira, hicieron el resto. Creedme que no hay magia de la Navidad que lo
solucione.
Y luego está la parte más amable de estas jornadas,
que es la famosa carta a los Reyes Magos. En mi familia era la única que la
escribía y redactaba 2: una se la daba a mis tíos paternos y otra a mis padres
para que tuviera la posibilidad de recibir más regalos. En numerosas ocasiones
escribía cosas que no me eran necesarias, pero si colaba, ¿por qué no? Me daban
muchos regalos de los que pedía, otros se quedaban en el olvido y en algunas
ocasiones me sorprendían. Me doy cuenta que medía la felicidad de esos días a
razón del número de regalos que obtenía... Y en realidad todavía es así… Qué
ilusos...
Y es que a lo largo del tiempo, si os fijáis, y a
medida que somos adultos, la Navidad se ha convertido en época de compromiso
familiar y en a ver quien pide más. Nos damos cuenta de que el año termina,
hacemos balance de lo que no hemos realizado a lo largo del año, en lugar de
pensar lo que sí hemos logrado, y vuelta a empezar. Pedimos al Año Nuevo salud,
dinero y amor. Y, como no, hacemos una lista con mil intenciones nuevas y
buenas de las que no haremos ni la mitad. Siempre pedimos más y más y muchas
veces sin sentido.
Y aquí quiero hacer una parada. Ya está bien de
pedir: “¿Qué le pido al Año Nuevo?, ¿Qué palabra le pido al Año Nuevo?”, ¿Cuál
es tu propósito para el 2019?”, leía los
últimos días del 2018 en todas las redes sociales.
¿Y si en lugar de pedir, nos decidimos a dar? Yo
preguntaría: “¿Qué puedes dar a este 2019? ¿Qué buena palabra esperas decir
para este año? ¿Qué puedes ofrecer a los demás para hacer mejor su día a día?”
Nos pasamos media vida pidiendo, y al fin y al cabo
es necesario dar algo al otro, al que está a nuestro lado, a nuestra pareja, a
nuestros amigos, incluso a nuestros compañeros de trabajo. Una palabra o un
gesto de cariño a tiempo, puede salvar la vida a alguien. Su autoestima. Su
seguridad. Su ilusión. Hacer que todos los días de su vida sean Navidad, aunque
esté en pleno agosto. Y eso a la larga
se nota. Ojalá ese fuera el verdadero espíritu de la Navidad. Sincero. Bueno.
Generoso de corazón. No de postureo.
Parece que solo nacen las buenas intenciones y las
buenas palabras en estas fechas, y cuando terminan, “si te he visto, no me
acuerdo”. Pensemos que estamos haciendo mal.
Finalizo esta breve historia. No olvidemos que la
magia está en el día a día. ¿Qué estás dispuesto a hacer en este 2019?
¡Feliz Año a todos!